jueves, 8 de julio de 2010

En punto cruz






Debería volver en punto cruz por la trama del bordado, hasta el primer instante de enhebrar la aguja. Temblaba el acero invisible entre sus dedos y el ojo inquieto no se dejaba enlazar por la hebra azul para una continuidad de cielo sobre la tela.
Ella disfrutaba tanto de enseñarme a bordar que nunca le hice saber que cada puntada, era para mí, una penitencia. Yo prefería hilvanar palabras, aunque los nudos de metáforas y el ovillo de la rima, se me enredaban tanto como las filigranas del bastidor.
Era tan paciente y testaruda que se sentía satisfecha si yo lograba una hilera completa de cruces prolijas.
Sonreía con sus encías despobladas y yo me abstraía de sus arrugas, mirándola como una criatura entusiasmada. Manejaba la secuencia del cañamazo hasta lograrle un latido a sus pájaros bordados, porque con un solo soplo le daba otra vida a sus labores.
Heredé su costurero.
Una vieja lata de té como un tesoro de dedales y alfileres, un puñado de botones desiguales, su escala de agujas, serpentinas de puntilla, una tijera china desafilada, y un patrimonio de hilos intangibles que pespuntan el lienzo de mi vida con aquellos colores agotados



del libro “Como racimo de abejas”

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